Descripción
- Número de páginas: –
- Formato: 15 x 21 cm
12,00€
Prólogo deRafael Reig.
Cuando Juan Valera (1824-1905) publicó está meditación, en 1870, aún no era el autor de Pepita Jiménez, su primera novela, que escribió con cincuenta años. Ya había recorrido medio mundo como diplomático y era un conocido articulista y crítico literario.
En 1868 había estallado en España la revolución que mandó al exilio a Isabel II y, como en el resto de Europa, se creía firmemente en la posibilidad de changer la vie (como diría Rimbaud) mediante una organización racional de la sociedad. Desde el socialismo científico a la mano invisible del mercado, desde el positivismo a la sociología, se multiplicaban las teorías capaces de prometer un mundo nuevo y mejor.
Es contra esta convicción contra la que reacciona Valera. Era en el fondo un fatalista descreído: pensaba que el mundo no tiene arreglo. Más aún: creía que era preferible no engañarse al respecto, puesto que las utopías se convierten a menudo en pesadillas. En su opinión, lo único que cabía era resignarse a la realidad y amortiguar el golpe en lo posible. Para conseguirlo, le parecía indispensable no hacerse ilusiones. Una ilusión es, según escribe Valera en Las ilusiones del doctor Faustino (un Fausto de andar por casa en zapatillas)
Un concepto pueril del orden del mundo y de la Providencia divina, la cual ha de estar siempre premiando al bueno y castigando al malo, y disponiendo todas las cosas de suerte que todos lo pasemos muy bien. Los que así discurren están de continuo pleiteando con Dios y pidiéndole cuentas de todo. ¿Para qué me criaste? ¿Por qué he de morirme? ¿Por qué me he de poner viejo? Esta muela, ¿por qué me duele? Este mosquito, ¿por qué pica y arma una música tan molesta? ¿Por qué las perdices no se vuelven todo pechuga?
Las cosas son como son. Si ni siquiera la Providencia divina ha sido capaz de lograr un mundo mejor, ¿lo va a conseguir entonces la Economía Política, Adam Smith, la revolución, el libre mercado o el socialismo científico? A Valera, la sola idea le daba risa y por eso escribe esta acalorada impugnación de la utopía.
La utopía redentora a la que se enfrenta Valera es la llamada Economía Política, es decir, la libertad de mercado y las ideas de Adam Smith, que muchos defendían entonces (como ahora) con fanática fe religiosa y el convencimiento de que así se iba a lograr la paz y la felicidad universal. También arremete Valera, aunque de pasada, contra la utopía socialista, y califica (con acierto) a los socialistas de “hijos legítimos de los economistas y sus más crueles y acérrimos adversarios”.
Ya desde el principio acusa a la Economía Política de ser ciencia teórica, es decir, una ilusión que no tiene en cuenta la realidad de la vida y de la naturaleza humana. Por eso la compara con el erudito que aprende chino en casa, con una gramática y un diccionario, pero luego habla con un chino y éste no entiende ni una palabra. Las grandes teorías redentoras son iguales, pensaba Valera: no funcionan en la práctica. Y por lo general fracasan puesto que están construidas sobre ilusiones, sobre la creencia de que las cosas son como nos gustaría que fueran, y no como en realidad son.
Por eso, en su obra literaria, Valera se propone “desengañar” (en el sentido barroco del término) a los lectores, abrirles los ojos y librarles de las ilusiones. Así, poco después, en l874, comenzará a publicar en la misma Revista de España su novela Pepita Jiménez: un seminarista joven y buen mozo se cree la conveniente ilusión de que mantiene una relación espiritual con una hermosa viuda, y que eso es algo compatible con su vocación sacerdotal. Es la primera gran novela psicológica española; su asunto: el autoengaño. Las cosas son como son, no como nos convendría que fueran, y la pareja acabará donde siempre acaban estas cosas: en horizontal.
Si Valera renuncia a intentar cambiar el mundo, le queda la consolación de intentar hacerlo algo menos incómodo. Por eso la otra vertiente de su obra es la ensoñación idealista: añadir belleza y procurar placer. Así, Juanita la Larga.
Con ambos mimbres arma Valera el cesto de esta meditación. De una parte, el “desengaño”: ni la Economía Política ni el sursuncorda van a cambiar la realidad, ni mucho menos la naturaleza humana. La verdad es que “no hay nada en este mundo sublunar que proporcione más ventajas que el tener dinero” y que “el dinero es y tiene que ser la medida exacta del valor de una persona”. De otra parte, ¿qué mayor placer que el sentido del humor? Aquí Valera es muy generoso y nos entrega una meditación que hace sonreír (si no reír). Siempre paradójico (parece una anticipación española de Chesterton), mantiene que no hay nada más espiritual que el dinero, ni nada más romántico que ser querido por el dinero, ya que, al fin y al cabo, “lo que yo he gastado en instruirme, pulirme, asearme y atildarme no es más que dinero”.
Pocas explicaciones precisa este delicioso texto, muy bien editado por Antonio Ortega y Eduardo Vilas. Si acaso, cabe recordar a algún lector que en la batalla del puente de Alcolea los revolucionarios de Serrano derrotaron a los realistas de Pavía o que la “noche cimeriana” vale por la noche eterna, a partir de Homero (Odisea, XI, 13). Si acaso, cabe explicar también que el “coburguismo” es el arte de vivir a costa de la pareja, bautizado así en honor de la familia Sajonia-Coburgo-Gotha, soberanos de un insignificante (y encima pobre) principado y especializados en casar a sus varones con reinas o herederas al trono. En España, tras la revolución del 68, Fernando de Coburgo, rey consorte por su matrimonio con María II de Portugal, fue uno de los candidatos a ese trono que al final ocupó (no mucho tiempo) Amadeo de Saboya.
Alguna explicación merece tal vez el interés particular de Valera en el dinero.
Como todos nosotros, Valera fue una multitud. El escritor elegante convivía con el inveterado putañero; el amante calculador con el caballero sentimental; el novelista alambicado con el satírico sin piedad. Una de sus máscaras duraderas fue la de arribista. Procedía de una familia de cierto abolengo provincial y sentía una admiración casi palurda por la riqueza, el poder y los títulos nobiliarios. Un poco a la manera de Francis Scott Fitzgerald, Valera adoraba a los millonarios y creía de buena fe que los ricos eran de naturaleza diferente a la del resto de los mortales. Como es sabido, Ernest Hemingway le dio la respuesta definitiva a Scott Fitzgerald: “sólo son diferentes en una cosa: tienen más dinero”. Entre nosotros, a Valera quizá habrían podido responderle así Pérez Galdós o Leopoldo Alas.
La copiosa correspondencia de Valera acredita su constante fascinación por el dinero. Recuerdo una carta en la que protesta iracundo porque su mujer le ha comprado una muñeca a la hija enferma. Le parecía un despilfarro insufrible. Casi se jacta de escribir sus novelas por dinero. Y se casó por igual motivo, como cualquier Coburgo. Siempre fue un notorio tacaño, de la cofradía del puño, pero siempre tuvo pujos de hidalguillo: prefería ayunar para poder lucir un traje de buen paño. Tocante a fulanas y entretenidas es verdad que reparaba algo menos en gastos, aunque siempre con regateos casi vergonzosos.
Por eso, tras el velo de la elegante ironía, hay también mucho de confesión íntima cuando afirma que “la generalidad de los hombres ama más el dinero que la vida”.
Hacia 1870, por último, comenzaba a haber ya una aguda conciencia de la decadencia española. No eran pocos los que se lamentaban de que España fuera un país más atrasado que el resto de Europa y también se interrogaban por las causas de este atraso. ¿Qué había sucedido con el imperio español? ¿Por qué los descendientes de los Austrias, que habían dominado el mundo, no eran ya capaces de construir un país comparable a Francia o a Inglaterra? Tras el 98 y la pérdida de las últimas colonias, este asunto se convertiría en protagonista del debate intelectual, pero aquí ya alude a él Valera, con una severa crítica al déficit, con la lucidez del sentido común (“es menester trabajar mucho más o gastar mucho menos”) y con su habitual fatalismo descreído: “apenas habrá quedado hombre de alguna nota en todos los partidos que no haya sido Ministro. Si todos han sido inhábiles, fuerza es conjeturar que España no da más de sí”.
Después de todo un siglo XX en el que hemos visto la “desolación de la quimera” y hasta donde nos pueden arrastrar las ideologías redentoras, y en un siglo XXI en el que aún se invaden y se destruyen países enteros al parecer por su propio bien, resulta muy oportuna esta meditación de Valera, esta valiente insurrección contra cualquier utopía totalitaria (todas lo son al cabo, religiosas o librecambistas, socialistas o ecologistas), este apasionado llamamiento al desengaño y a la lucidez del sentido común.
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